Aquel sueño. Aquella esperanza. Aquel sentimiento. Aquella meta. Todos perfectos, todos inalcanzables.

jueves, 29 de abril de 2010

Monstruos de una muerta - (1º)

Todo cuanto a su lado se encontraba era escondido por una densa capa de oscuridad. El coche avanzaba a paso lento, y en cada momento parecía aprovechar para dar una sacudida, haciendo así que su pasajero se zarandease de un lado a otro. Tras algún que otro, o mejor dicho, tras bastantes de aquellas sacudidas, la silueta de una gran estructura se alzó imponente ante el pasajero. El coche frenó en seco, anunciando que no podía continuar pues el camino se hallaba infectado de enormes rocas.
Así, el anciano pasajero se vio obligado a abandonar el vehículo en el que había viajado.
Segundos después de haber puesto un pie sobre la tierra revuelta, se dio cuenta de que el taxi ya se había marchado. No le dio importancia.
Aquel hombre estaba acostumbrado al abandono, a que el mundo entero le diera la espalda. Estaba acostumbrado a la soledad y al silencio. Su familia, sus amigos, sus conocidos, todos. Nadie quería saber ya nada de él. ¿A quién puede interesarle un viejo como tú, Ezequiel?, se decía una y otra vez. Hasta que al final, él mismo llegó a creer que ni él mismo merecía su propio respeto. Había dejado de cuidarse, de lavarse, e incluso en ocasiones, de alimentarse. Toda una pena, murmuraba la gente entre cuchicheos, mirándole de reojo, pero ninguno dotado de la suficiente compasión para ayudar al viejo anciano.
Sin embargo, un día, Ezequiel había recibido una carta en la que se le otorgaba la Mansión Ramírez.
Y ahí estaba, frente a la imponente mansión. Era grande, demasiado grande para que el hogar lograra caldearla. Además, parecía ir envuelta en papel de regalo, si un montón de plantas muertas podían ser denominadas papel de regalo. A parte de con eso, la gran casa no podía ser descrita con nada más. Era simple, sencilla, e incluso aburrida. Pero aún así, Ezequiel no pudo evitar que un escalofrío recorriese su espalda al observar que aquella casa evocaba antiguos recuerdos. Escalofriantes y tenebrosos recuerdos por los que seguramente muchas personas pagarían por eliminar de sus mentes.
Ezequiel comenzó a andar, tropezando con rocas, pues era nada lo que se distinguía en aquella completa y agobiante oscuridad. Tropezó y tropezó, una y otra vez, haciendo así que por la palma de su mano discurriese un finísimo hilo de sangre. Y aún así, Ezequiel continuó con su marcha, hasta que al fin llegó al portal de la morada.
Atravesó la puerta con facilidad, pues el picaporte era lo único distinguible en aquel manto de oscuridad ya que lo caracterizaba un brillo blanquecino. Una vez dentro, un segundo escalofrío recorrió su cuerpo. Sí, en la casa reinaban el polvo y el desorden, pero, lo que en el fondo del pasillo se encontraba, era una joven de indescriptible belleza, sonriendo. Pero,sin embargo, Ezequiel no pudo distinguir el movimiento propio de su pecho al respirar...

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